Los cadáveres de lágrimas

Escribí este texto exactamente diez años después de la muerte de mi padre. En agosto pasado se cumplieron treinta años de su fallecimiento, y estas palabras siguen siendo importantes para mí.

Allí siguen, después de todos estos años, dispuestos en su columna rigurosa y eterna. Una familia completa, soterrada en las cenizas del olvido, exiliados en un reino indistintamente tenebroso o feliz. Éstos, mis atribulados ancestros a los que hoy rindo justo homenaje.

Esta mañana, temprano, ya que el sol inclemente agota hasta las menos míseras motivaciones de los hombres, hemos acudido a saludarles de nuevo. Subíamos por la avenida principal, flanqueados por un par de hileras de cedros venerables, dejando a un lado y otro pomposas criptas con arcos ojivales y motivos barrocos. Estos mausoleos de burgueses locales están convenientemente alejados de las tumbas más humildes que se acuestan en la ladera este, donde el sol no da tregua en todo el día y los árboles escasean. Es bien conocido el adagio de que la muerte iguala a todos los hombres; también sabemos que muchos tratan de engañar al engaño y perpetuar las diferencias con un artificio que no convence a nadie.

Un cementerio no puede inspirar miedo, al modo que el circo hollywoodense se obstina en convencernos. Para los habituales de este lugar, el único sentimiento posible es el de una tristeza profunda y serena. Cuando desde el coche se enfrenta uno a las praderas de lápidas desiguales, ningún escalofrío recorre nuestra espalda, ni sentimos la amenaza agazapada de una muerte que nos lleve un día cercano a incluirnos al paisaje. No. Lo que se nos echa encima, como una ola majestuosa, es el peso de la humanidad pasada, las miríadas humanas que nos han antecedido y que ahora nos enseñan el significado de las cenizas, una lección que no estamos preparados para comprender.

Zona 35, fila segunda, perpetuidad 62. Este es el jeroglífico archivístico que inútilmente trata de precisar el lugar en que descansan mis abuelos y mi padre. Esas cifras nada significan para mí, y desde que empecé a visitarles regularmente he encontrado siempre el lugar por pura intuición, haciendo caso omiso de las señales dejadas por los vivos. Y de todas formas, desconozco dónde pueden encontrarse en realidad.

Se trata de un tumba profunda, con una planta que excede por poco las dimensiones de los ataúdes comunes, coronada por un breve cajón de mármol negro, en el que al margen de la obvia cruz, tres prismas cuadrangulares adornan y hacen las veces de receptáculos para flores. Conozco cada milímetro de esa tumba, tantas han sido las ocasiones que he estado a sus pies orando, consolando o guardando silencio. La he visto abrirse hasta por tres veces, y por ella descender su fúnebre carga con la ayuda de unas manos profesionales que para nada conocían lo que atesoraba la madera. Se han ido posando el uno sobre el otro, como en una melancólica litera cuyos ocupantes duermen, y quizás sueñan.

La primera vez fue en diciembre de 1986; el día del aniversario de boda de mis padres fallecía mi abuela después de una complicada hospitalización. Yo era demasiado joven para sollozar con los adultos, y fui apartado de una escena larga y dolorosa. Mi recuerdo de aquellos días señala el significativo logro (para un chico de trece años) de poseer por primera vez las llaves de casa, puesto que al volver del colegio nadie podía abrirme la puerta. Parece injusto reducir a eso la agonía del único ser que me ha idolatrado en esta vida (otros me han querido, pero yo para ella era un icono), de unas rodillas en las que me sentaba, de unos dedos que pellizcaban mis mejillas y metían en mis bolsillos un billete marrón con la efigie de Manuel de Falla.

Mi padre nos dejó en agosto de 1991. El hombre de la salud de hierro se desmoronó con un solo golpe, aquel que atesoraba la ciclópea ilusión por vivir nos sorprendió por última vez, el mejor amigo de todos volvió su espalda para encarar un destino solitario y trágico. Yo no derramé ni una sola lágrima, únicamente me permití convertirme en roca para que otros se sujetaran, y lo acepté como algo justo. Me hice un hombre, como él hubiera querido. Me fui de casa para entrar en la Universidad, perseguí imposibles en su nombre e intenté ayudar a mis semejantes, pobres mortales a los que aún nos quedaba mucho remo por empuñar.

El tercer episodio sobre el singular cortejo con la muerte tuvo lugar en septiembre de 1994, durante las pocas horas en que salí de casa para realizar un examen. Mi abuelo, mi compañero de habitación por aquellos tiempos, un hombre desconfiado y testarudo que llenaba la casa de refranes olvidados y episodios baldíos de la malograda Guerra. Un octogenario paseante siempre activo, que en el ocaso de su vida comenzó a comprender la incomestibilidad del dinero, desempolvando generosidades y compensando balanzas.

Por si mi memoria emborronara estas fechas, la lápida se obstina siempre en que vuelvan a mí. En menos de siete años, una rama entera del árbol se vino abajo; mis abuelos sólo tuvieron un hijo, mi padre; éste nos tuvo a mi hermano y a mí (ahora nosotros dos sólo somos dos frutos caidos). Cuando mi padre era niño o adolescente, vivían los tres bajo el mismo techo; ahora vuelven a hacerlo, sólo que esta vez les cubre el mármol, y en él se hallan impresas las fechas de sus muertes. La fosa no es tan profunda, ignoro si cabremos alguno más.

La muerte me ha obsesionado durante unos cuantos años, los mismos en los que todos los integrantes de mi pequeño entorno familiar parecían decirme adiós uno a uno. Creí que aquello no pararía, aunque al fin lo hizo. Ahora lo acepta uno con una cordura que hiela la sangre, el ejercicio de una serenidad para mí ignota; pero los golpes y el fuego nos forjan más allá de lo que somos.

Por eso escribo este relato, o más bien este triste simulacro de ficción. Hoy es 22 de agosto de 2001, y se cumplen diez años de la muerte de mi padre. Un día así no puede, no debe ser uno más, y yo le consagro lo que mejor creo hacer (torpe inmodestia la mía si pienso que tengo algún ingenio a la hora de juntar palabras) con la esperanza de que, desde donde quiera que esté, mi padre pueda leer estas líneas, o quizás saber que su hijo le echa de menos, o al menos (y esta es la hipótesis menos descabellada) yo duerma esta noche sabiendo que no puedo hacer más para que no le cubra el olvido.

Sea como fuere, nosotros ya bajamos del cementerio, pero ellos se han quedado allí, atrapados en los grilletes del silencio eterno. Llorados, húmedos de amor y añoranza, los cadáveres de lágrimas permanecerán allí recordándonos quienes fueron, quienes somos; con la paciencia que nosotros jamás tendremos; con la de ver el tiempo no como arena que se nos escapa entre los dedos, sino como un manantial de agua fresca que se ha abierto en medio del desierto.

Murcia, 22 de agosto de 2001

2 comentarios

  1. Qué madurez de estilo y que bonita forma de expresar. Siempre se está vivo mientras haya alguien que nos recuerde. Si además el recuerdo es tan bello, dignifica la imagen del llorado.
    Este autor tiene una manera precisa de juntar palabras y transmitir lo que casi nadie puede hacer. Sus palabras lloran verdad.
    Ya prometía, ya…

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