Se llama Luis, pero prefiero llamarle Ismael. Sobre la mandíbula afilada se le amontona una barba rala que le proporciona aspecto de marinero viejo, del que conoce cada habitáculo del Pequod en persecución de la gran ballena blanca. Hay algo en su porte, en la atención con la que se inclina sobre el libro que sostiene, que recuerda a los arponeros de la cofradía de Nuntacket, sin prisa, pero con la afectada solemnidad del que en cada tarea realiza una liturgia para la eternidad.
Cada vez que salgo del metro me lo encuentro sentado en la misma puerta de un comercio cerrado. Se sienta sobre una gastada bolsa deportiva que contiene las pertenencias que no se encuentran en el carrito de supermercado que siempre gravita cerca de él. Lee. A veces paso a su lado dos o tres veces al día, y compruebo como la marca de su lectura avanza. Jamás levanta la cabeza del libro. Tiene entre las piernas una caja metálica que contiene unas pocas monedas, arrojada allí con descuido. Como si no pidiera limosna, sino que aceptara una recompensa a su labor.
La intensidad de su lectura nos hace olvidar su condición de indigente. He elaborado varias teorías sobre él: en una de ellas, Ismael entra cada día en la cercana librería de segunda mano con su recaudación diaria y, tras descontar lo mínimo para alimentarse, escoge uno o dos títulos; creo que la visión de un sin techo en una librería me haría sentir profundamente humilde, si pudiera coincidir con él. En otra de mis teorías, inspirada en la obra de otro narrador, Ismael ha recibido una herencia familiar consistente únicamente en libros, que él lee antes de venderlos en el mercado de segunda mano para sobrevivir; al mismo tiempo se alimenta de ellos y contempla cómo decrece esa frontera que lo acerca al hambre verdadera. Por último, seguramente debido al calor del verano, pienso que quizás Ismael, mi Ismael, es en realidad un ejecutivo de una compañía multinacional, que el resto del año planea fusiones, proyectos y contratos millonarios, y cuyas vacaciones consisten en echarse a la calle para leer sin mirar el reloj, y que en estos libros encuentra la fuerza para soportar su trabajo once meses más hasta el gozoso paréntesis estival. Muy probablemente, todas mis teorías sean correctas.
Cada dos o tres días Ismael cambia de libro, y si realizo un sencillo cálculo veo que superará con facilidad el centenar de lecturas al año. Lo que Ismael no sabe es que según la última encuesta de hábitos de lectura el 39,4% de los españoles no ha leído un libro en los últimos doce meses. Lo que ignora es que él sube la media que nos hace ser mejor de lo que creemos. Que varios niños lo señalan a sus madres preguntando qué hace ese señor exactamente. Que yo me fijo en él, y que escribo este texto precisamente para que ahora tú busques a este lector en cualquier esquina de tu ciudad.
Hoy Ismael no ha acudido a su puesto de lectura, por primera vez en un mes. Quizás haya enfermado, tal vez haya sufrido una paliza nocturna en uno de los sucios rincones que usa como hogar, es posible que le haya alcanzado alguno de los males callejeros de los que nosotros nos encontramos tan a resguardo. O sencillamente es que han terminado sus vacaciones.